REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS



El nuevo infierno en la literatura del exterminio nazi. Una topografía para la memoria
Javier Aristu Mondragón
(Columnista de El País-Andalucía)


1 Propósito

El campo nazi de exterminio representa una dimensión única y extraordinaria en la historia de los lugares marcados por la indignidad humana. Hanna Arendt, que aportó alguna de las primeras reflexiones sobre el fenómeno  totalitario mantuvo una opinión transparente: “Allí sucedió algo con lo que no podemos reconciliarnos. Ninguno de nosotros puede hacerlo.” [1] Para Günter Grass representa el traspaso del límite de la racionabilidad humana: “Auschwitz, aunque se rodee de explicaciones, nunca se podrá entender” [2]. G. Agamben califica el campo como “el lugar en que se ha realizado la más absoluta ‘conditio inhumana’ que se haya dado nunca en la tierra.” [3] Extraordinario, irreconciliable, indigno e inhumano son adjetivos que posiblemente se acercan sólo algo a la dimensión de lo que fue ese exponente del desarrollo (in)humano. Exponente de la capacidad y la destreza de un colectivo (in)humano que desde 1933 a 1945, en sólo 12 años, fue capaz de construir y hacer funcionar un sistema de producción destinado precisamente a la destrucción masiva de vidas humanas.

Este lugar de la indignidad ha pasado a formar parte de nuestro patrimonio cultural colectivo a través de los relatos escritos por aquellos que, siendo víctimas, quisieron además ser testigos y narradores del crimen. A comienzos de un nuevo siglo, amenazados por mil y un olvidos, es indispensable volver a los viejos relatos, a aquellos episodios contados por los supervivientes para que nunca sean olvidados por las generaciones futuras. Si las historias de la literatura han acogido en sus páginas relatos de atrocidades, de acuerdo con los principios de la  mímesis, la imaginación o incluso la crónica, después de Auschwitz habrá que empezar a incorporar a esos  manuales aquellos otros relatos que, sin sombra de ficción, reflejan el infierno bíblico y dantesco con más potencialidad de mostrar el horror que cualquiera de las obras clásicas. Pretendemos sondear la presencia de un nuevo infierno literario del siglo XX a partir de tres destacados textos representativos de una ya fecunda y abundante literatura memorialística del campo nazi de exterminio: Si esto es un hombre (1947), de Primo Levi; La especie humana (1947), de Robert Antelme y La noche (1958), de Elie Wiesel. Algunos hablan de la literatura del Holocausto, otros de la Shoah. No es el momento de polemizar sobre terminología. Sólo tengo que decir que este trabajo se refiere a “procesos literarios de memoria” puesto que abordar lo que constituye toda la crónica testimonial o de testigos del exterminio judío se escapa de nuestra pretensión. Valga esta aclaración para recordar el gesto de Montserrat Roig, desaparecida prematuramente, publicando en 1980 su valiosa crónica, Noche y Niebla, posiblemente la publicación española (primero en lengua catalana) que hasta el momento ha reflejado con mayor precisión y valentía moral aquel infierno.[4]

 

2. El infierno literario

El literato se ha alimentado de la naturaleza, se ha apoyado en ella para construir sus propias creaciones. El paisaje, el entorno bioecológico, ha acompañado el proceso de evolución de la literatura. A través de la descripción de la naturaleza, el literato establece un diálogo con su entorno, con la belleza y consigo mismo. El locus, entorno físico donde el ser humano desarrolla su proceso biológico e histórico, desempeñará un puesto central en la creación artística transformándose en un locus amoenus, escenario donde el hombre alcanza la felicidad, la dicha consigo mismo y con su medio natural. De ese modo, a través del descubrimiento de ese encanto natural, el poeta crea un concepto de realidad nueva e idealizada, donde el lenguaje juega un papel absoluto. Virgilio había establecido el canon paisajístico de la felicidad humana a partir de realidades como el prado, el agua fresca o el canto de los pájaros; todo ello venía a marcar el encuentro afable del alma humana con la naturaleza, en otros casos hostil. La carta de Petrarca, tras su ascenso al monte Ventoux, aparece como uno de los momentos decisivos para la recreación del medio físico y su transformación en referente de belleza poética. La objetividad del medio físico es experimentada a través de la sentimentalidad y la subjetividad del poeta.[5]

Como bien se ha comentado el paisaje hasta el siglo XIX era un parergon, un ornato del propio hombre, centro del poema... Sólo a partir del siglo romántico el paisaje se convertirá en un ergón, en centro y motivo de la obra de arte, y en donde el mismo hombre va desapareciendo hasta hacerse invisible dentro del mundo natural.[6] De aquel locus simple y elemental el Romanticismo recreará la Naturaleza como estado del alma humana, como relación de analogía y contraste con el sentimiento del poeta, según ya había escrito Rousseau en sus Revêries d’un promenaire solitaire. [7]

La prosa pronto se adapta también a esta función. A partir, precisamente, de la recreación del locus amoenus virgiliano y renacentista, la narrativa pastoril ubica sus relatos amorosos en los mismos lugares de las églogas, el espacio verde, sereno y tranquilo, capaz de dar dimensión al amor humano como estado de amabilidad natural. Pero otros espacios van a surgir como expresión de una mentalidad postmedieval y más imaginativa: el espacio fantástico de la caballería, lugares ignotos, existentes sólo en la cabeza del lector; la geografía exótica y orientalizante de la literatura de temas bizantinos; el jardín, continuación urbanizada del prado virgiliano, ámbito del encuentro furtivo de los amantes, como en La Celestina; y, sobre todo, porque supone un giro decisivo en el tipo y en el tratamiento del paisaje, destaca el nuevo espacio urbano de la novela picaresca. Las calles, las plazas sucias, con barro y charcos, las tabernas, los portales, serán los nuevos lugares donde se desarrolla la supervivencia de un extraordinario personaje surgido de una época sublime y miserable a la vez y de unas cabezas creadoras que constituyen la cumbre de la literatura española. Los nuevos lazarillos, guzmanes, lozanas andaluzas, buscones, rinconetes y cortadillos de la época monetaria y comercial, vivirán precisamente en el medio físico más dinámico y representativo de la nueva contienda social: la ciudad, convertida en jungla, en lucha del hombre contra el hombre.

A partir de finales del siglo XVIII, y sobre todo durante el XIX, el campo y la ciudad, como las dos expresiones más significativas del entorno que rodea al literato, evolucionarán hacia nuevas dimensiones significativas. Prosiguiendo la línea clásica del menosprecio de corte y alabanza de la aldea, y frente a la ciudad industrial sentida como aglomeración, anonimato y masa ¾perímetro clave del relato realista y naturalista¾  el medio rural se muestra como escape y utopía de vida tranquila. Estamos ante la recuperación de la vieja Arcadia, que tan bien pintaron los artistas impresionistas. El escapismo, la huída de la ciudad, aquel beatus ille horaciano, es recuperado, con una visión nostálgica y decadentista, en torno del jardín modernista, con su cancela, su fuente marmórea, su muro y hiedra que simbolizan la relación eterna entre vida y muerte.[8]

Espacios para la felicidad, el deseo de belleza y la búsqueda del paraíso.

¿Y el infierno?

Según nuestra cultura occidental, el espacio relacionado con la culpa humana forma parte desde el principio del mundo del imaginario colectivo. Aquel horrible lugar ya pensado por filósofos griegos, descrito por Dante y prefigurado por Petrarca será la otra cara de la moneda, la que indaga en la oscuridad, la culpa, el miedo y el delito humano. El infierno, proyectado como Más Allá, como Ultratumba, “es una de las obsesivas preocupaciones de la humanidad; en cada civilización se pretende dar una respuesta al misterio y no hay mitología ni religión que no haya basado su fundamento en solucionar tan peliagudo problema. Todas las tradiciones de lo sobrenatural recogen el tema de la incursión de unos héroes al Más Allá de donde vuelven victoriosos.[9] Ya en el poema sumerio Gilgamesh, en la Odisea, en la Ilíada y en el viaje de Eneas en busca de una tierra prometida, se encuentran claves decisivas para la construcción del mito: “la preparación del viajero y el uso de los talismanes protectores, el río y el lago infernales, el puente peligroso, el guía conductor por la morada terrorífica, el barquero que traslada a los viajeros al Más Allá en su barca, el paso peligroso con sus bestias espantosas que el héroes debe derrotar en lucha desigual, el viaje entre la densa niebla sulfúrea o por el misterioso bosque, el encuentro con los familiares y amigos muertos...Con frecuencia el héroe vive en el Mas Allá un tiempo inmóvil, distinto en su mesura al tiempo del mundo de acá.” [10]

A partir de los elementos clásicos de este mito, la literatura moderna que surge del Renacimiento reelabora y prolonga los contenidos. Sólo aludimos, para no extendernos en demasía, a tres clásicas aportaciones: la de Cervantes en el Quijote, siguiendo las tradiciones del relato de caballerías, la de Shakespeare, más ligadas con una reflexión moderna acerca del individuo y su existencia en esta tierra, y la de Quevedo, en la onda de la meditación moral  y satírica de corte cristiano.[11] Tres perspectivas muy diferentes y posiblemente distantes, pero que, de una manera u otra, prosiguen en la estela clásica del mito. Mito que incluye un lugar fantástico o ultraterrenal, un héroe, personaje literario o incluso el propio autor que voluntariamente visita el lugar del horror y del que volverá y, finalmente, un viaje, que suele ser iniciático, es decir, transformador de la personalidad de dicho héroe.

Un viaje, un lugar y un personaje transformado por dicha experiencia. Estos tres elementos están presentes en los relatos del exterminio nazi, bien es verdad que desde una perspectiva muy distinta. A partir de ahora nos toca hablar no ya de la lucha del hombre contra los dioses, ni de la crítica moralizadora de otros individuos, sino de la mayor infamia cometida por el ser humano  contra un semejante. Hasta ahora el mortal había construido en su imaginación el mito del infierno; a partir de 1933 el hombre construye literalmente, con sus propias manos, el más temible infierno en este mundo, el campo de exterminio.

3. Fundación y topografía

Los nazis levantaron su primer campo en Dachau, en marzo de 1933. De acuerdo con el principio jurídico prusiano de la Schutzhaft, un tipo de custodia protectora, la jerarquía nazi envió a ese campo, y a otras instituciones, a los individuos que consideraba un peligro para la seguridad del estado.[12] Así, inicialmente, fueron dispuestas fábricas abandonadas, viejos castillos y barracones militares, destinados a acoger a miles de adversarios políticos de los nazis. Cuando los opositores comunistas y socialdemócratas hubieron pasado de la calle al campo o la cárcel, nuevos ciudadanos se incorporaron a la lista de enemigos perseguidos por los nazis: testigos de Jehová, homosexuales, gitanos y, especialmente, judíos, tras la promulgación de las leyes de Nuremberg. Pronto las instalaciones de los primeros años se quedarían pequeñas, por lo que a partir de 1936 se construyeron, ampliaron y perfeccionaron los modelos de campos de concentración basados en el inicial de Dachau. Éste será ampliado y modificado añadiéndose otros nuevos en diversos lugares de Alemania, Buchenwald, Sachenhausen, Gross-Rossen, Flossenbürg, Ravensbruck (el único destinado sólo a mujeres) y Mauthausen, en Austria tras la ocupación de ésta. Una poderosa administración estatal, gestionada por las SS, va levantándose con el fin de llevar a cabo la tarea de planificación y gestión de la empresa persecutoria. La oficina que existía en Berlín y bajo cuyo mando quedaba todo lo relacionado con la misión de los campos, había organizado éstos de acuerdo con tres categorías, según las condiciones de vida y trabajo: Clase I, campos de trabajo más “moderados”; Clase II, campos con condiciones más rigurosas y Clase III, denominadas “fábricas de la muerte”. Estas condiciones no eran estables, sino que podían cambiar, mejorar o empeorar, según los criterios de la jerarquía. Conforme la guerra (1939-1945) fue añadiendo nuevos y cada vez más numerosos adversarios al régimen nazi, el sistema de los campos fue extendiéndose y multiplicándose. Eugen Kogon, autor de uno de los primeros informes de posguerra sobre los campos, calculó que ya en 1939 pudo haber cerca de 100 campos de todo tipo (aunque, no lo olvidemos, bastantes de estos lugares habían sido posteriormente destruidos por los nazis para evitar pruebas incriminatorias). Los más significativos serían aquellos que, tras la invasión de Polonia en 1939 y de la Unión Soviética en 1941, se instalaron en territorio de la primera nación y llegaron a constituirse en la maquinaria más colosal de destrucción masiva de seres humanos: los campos diseñados ex profeso para el exterminio especial y mayoritariamente judío.

Inmediatamente después de la guerra, Kogon cifró entre 8 y 10 millones de personas las que  habían sido enviadas a los campos en Europa. Igualmente calculó que sólo en Dachau, Buchenwald y Sachenhausen permanecieron unas 100.000 personas y que, de media, hubo un millón de prisioneros de forma permanente en los campos.[13]

Parece indispensable detenerse en la descripción del sistema Auschwitz. Más que un solo campo constituye un complejo concentracionario, compuesto de diversos campos con tareas específicas cada uno de ellos. El 27 de abril de 1940, Himmler cursó la orden de construir junto a ese pueblo un campo destinado a encerrar a los polacos recién invadidos por Alemania. La dirección del mismo se encargó al jefe de las SS, Rudolf Höss. A partir de ese documento de Himmler, Auschwitz y Höss permanecerán fundidos en esta historia del crimen. Así se levanta lo que luego se conoce como Auschwitz I. En marzo de 1941, previendo que la invasión de la URSS acarrearía  oleadas de prisioneros a los que habrá que exterminar, Himmler decidió la construcción de un nuevo campo que será situado a tres kilómetros del anterior, junto a la villa de Brzezinka, Birkenau en alemán. Será Auschwitz II, conocido también como Auschwitz-Birkenau. En este segundo campo se construye una serie de cámaras de gas y crematorios que lo convertirán en el lugar paradigmático del genocidio. Un millón de europeos fueron masacrados en sus instalaciones entre febrero de 1942 y noviembre de 1944[14]. Como ha afirmado años después un superviviente de este lugar: “Auschwitz-Birkenau no era solamente un campo de exterminio, era también un campo de concentración clásico, que tenía su ley interna, como Mauthausen, Buchenwald, Dachau y Sachsenhausen. Pero si, en Mauthausen, el producto número uno del trabajo esclavo era la piedra, extraída de una cantera, ese producto en Auschwitz era la Muerte.” [15] Un tercer campo fue  construido posteriormente en la aldea de Monowitz, que servirá de lugar de concentración de miles de deportados destinados a trabajar en las instalaciones de la empresa química IG-Farben. Su producción estaba destinada a la fabricación de caucho (buna, en alemán) para la maquinaria de guerra alemana. Será conocido como Auschwitz III o Auschwitz-Buna-Monowitz. Es el lugar relacionado con el testimonio de Primo Levi, ya que será en este lugar donde sufra su cautiverio. Además, llegaron a existir 39 comandos, o destacamentos más reducidos, destinados a diversas tareas como las agrícolas, mineras o industriales.

En noviembre de 1944 cesó la actividad de las cámaras de gas y se reenviaron los detenidos de Auschwitz a otros campos. La evacuación masiva será el 18 de enero de 1945, cuando unos 58.000 deportados son forzados a marchar por la nieve hacia el interior de Alemania. En torno a veinte mil perecieron en esa terrible caminata. Dos nombres  relacionados con esta marcha de la muerte han pasado a la literatura. Uno murió en la misma: se trata de Alberto, el camarada amigo de Primo Levi en los últimos meses: “Era mi inseparable: nosotros éramos los dos italianos y las más de las veces los compañeros extranjeros confundían nuestros nombres”.[16] El otro, Elie Wiesel, logró sobrevivir, tras asistir a la agonía y muerte de su padre, y alcanzar el campo de Buchenwald relatando posteriormente el hecho en su conocido texto.[17]  El 27 de enero entraron en Auschwitz los primeros soldados del Ejército Rojo soviético.[18]

Pero el lugar donde el infierno se convirtió en máquina diseñada para la  destrucción masiva tiene otros nombres y otras peculiaridades constructivas. Hablamos de Chelmno, Belzec, Treblinka y Sobibor, los cuatro jinetes del Apocalipsis nazi. Cuatro pequeños lugares de Polonia que durante unos escasos meses se convertirán en el mayor complejo de destrucción de vidas humanas jamás conocido por su dimensión y su capacidad técnica. Wieviorka se niega a darles el nombre de campos y, siguiendo la denominación de Hilberg, prefiere el de centros de exterminio. Según estos autores un campo implica un conjunto de instalaciones fijas, tales como barracones para habitar, talleres para trabajos forzados, servicios para atender las diversas necesidades, aunque fuesen mínimas, de una población de varios miles de internados. Sin embargo, en los centros de Chelmno, Belzec, Treblinka y Sobibor no existió nada de eso. Sólo se construyeron algunas pequeñas edificaciones, además de las destinadas a los servicios de las SS y de los funcionarios alemanes, para acoger a los equipos especiales, los Sonderkommandos, presos cuya misión era precisamente realizar las funciones destinadas al exterminio de los internos recién llegados. Estos centros sólo estaban dotados de las instalaciones adecuadas para el fin previsto, el de asesinar a varios miles de personas cada día. Así,  la estación del tren que traía a los destinados a morir, las cámaras de gas, los hornos crematorios para la destrucción de la víctima gaseada y, en algunos casos, las fosas construidas para sepultar miles de cadáveres. Una disposición mínima pero potente, capaz de cumplir su objetivo en un proceso de pocas horas.[19]  Esa parquedad de las instalaciones facilitó precisamente la destrucción de pruebas y, en efecto, estos centros fueron demolidos en su totalidad y de forma relativamente rápida por los alemanes, a partir del momento en que el ejército soviético se fue aproximando. Casi ninguna prueba física ni documental quedaría cuando se acercaran los soldados soviéticos a esos lugares. ¿Y qué hacer con los testigos? Sólo los Sonderkommandos podrían dar testimonio de lo ocurrido; de ahí que casi todos fueran asesinados por los nazis. Al final de la guerra sólo quedaban un superviviente del sonderkommando de Belzec, tres de Chelmno y algunas decenas de Sobibor y Treblinka. En estos dos centros precisamente a causa de la rebelión protagonizada por los presos,  lo que permitió su supervivencia. Como se ha escrito, conseguir el testimonio de estos internos supervivientes supuso una dificultad añadida que viene a resumirse en la pregunta que, según recoge Wieviorka, alguno se hizo: “¿Cómo relatar que hemos hecho funcionar la máquina de muerte que ha aniquilado a millares de hermanos?” [20]

4.  El viaje al infierno

[...]cosí l’animo mio, ch’ancor fuggiva

si volse a retro a rimirar lo passo

che non lasciò già mai persona viva

(mi alma, que fugitiva entonces era,

volvióse a contemplar de nuevo el paso

que no atraviesa nadie, sin que muera)

Dante, El Infierno, Canto I, 25-27

 

El desarrollo del viaje del condenado hacia el infierno se escapa de la finalidad de este artículo y nos limitamos ahora a su sola mención. Sabido es que Jorge Semprún dedica precisamente su primer relato a esa experiencia iniciática con la que se encuentra todo deportado. La circulación de aquellos trenes con vagones de ganado, cerrados y sellados, llevando en su interior cientos de personas detenidas, ha sido tema recurrente en la gran mayoría de los relatos testimoniales. A través del amplio y potente sistema ferroviario controlado por los nazis, desde Normandía hasta Grecia y Unión Soviética, millones de personas fueron deportadas hacia las fábricas del horror y la muerte. Levi, con su estilo preciso y objetivo nos lo señala en sus primeras páginas:

“Los vagones eran doce, y nosotros seiscientos cincuenta; en mi vagón éramos sólo cuarenta y cinco, pero era un vagón pequeño. Aquí estaba, ante nuestros ojos, bajo nuestros pies, uno de los famosos trenes de guerra alemanes, los que no vuelven, aquellos de los cuales, temblando y siempre un poco incrédulos, habíamos oído hablar con tanta frecuencia. Exactamente así, punto por punto: vagones de mercancías, cerrados desde el exterior, y dentro hombres, mujeres, niños, comprimidos sin piedad, como mercancías en docenas, en un viaje hacia la nada, en un viaje hacia allá abajo, hacia el fondo. Esta vez, dentro íbamos nosotros.” [21]

 

Elie Wiesel, tras relatarnos las primeras sensaciones en el gueto de su ciudad húngara,  Sighet, cuenta su viaje hacia el infierno:

“A la mañana siguiente, caminamos hacia la estación donde nos esperaba un convoy de vagones para ganado. Los gendarmes húngaros nos hicieron subir a razón de ochenta personas por vagón. Nos dejaron algunas hogazas de pan, algunos baldes de agua. Controlaron los barrotes de las ventanillas para verificar si eran fuertes. Los vagones fueron sellados. En cada uno se había designado un responsable: sería fusilado si alguien escapaba. [...]

Se fueron. Las puertas volvieron a cerrarse. Habíamos caído en la trampa hasta el cuello. Las puertas estaban clavadas, el camino de retorno definitivamente cortado. El mundo era un vagón herméticamente cerrado.” [22]

 

De este modo la salida en el tren, encerrados durante interminables horas, apretados unos contra otros, el frío, el hambre, el hedor que inunda el espacio cerrado, las primeras humillaciones del ser humano teniendo que hacer sus necesidades en ese lugar y ante todos los demás, etc. serán las primeras experiencias que nos anuncian la posterior institucionalización de la humillación y el dolor moral.

5. El campo, metáfora y laboratorio de la vida moderna

El campo de exterminio ha pasado a convertirse en la imagen reveladora de la civilización industrial del siglo XX. Supone un nuevo paradigma de la vida humana, de su desarrollo, de su capacidad de construir el infierno en la propia tierra. La reflexión sobre la civilización contemporánea, sobre el proceso moderno, empieza a contar con la experiencia de los campos de exterminio para captar con justeza su dimensión: “Hace ya tiempo que se reconoció que una de las características constitutivas de la civilización moderna es el desarrollo de la racionalidad hasta el punto de excluir criterios alternativos de acción y, en especial, la tendencia a someter el uso de la violencia al cálculo racional -entonces, debemos aceptar que fenómenos como el Holocausto son resultados legítimos de la tendencia civilizadora y una de sus constantes posibilidades.” [23]

Auschwitz es un microcosmos social y humano donde se desarrolla “in extremis” una experiencia límite que puede ser, a la vez, paradigma de la experiencia del hombre moderno. Como dijo Yehiel Dinour, que se hacía llamar KaTzetnik, un testigo superviviente delante del tribunal que juzgaba a Eichmann en Jerusalén:

“Mi nombre no es un nombre literario. No me considero como un escritor en el sentido literario del término. Yo sólo soy el historiador del planeta Auschwitz. Allí estuve cerca de dos años. El tiempo allí no tenía la misma dimensión que en la tierra. Cada fracción de segundo pertenece a una escala diferente. Los habitantes de este planeta no tenían nombre, no tenían familia; ni habían nacido allí ni engendraban niños. Respiraban según leyes que no eran las de la naturaleza. No vivían ni morían como se vive y se muere en la tierra. El nombre de cada uno de ellos era un nº... KaTzetnik. [24]

 

Esa idea de que el campo era un planeta, una realidad que no tiene nada que ver con la que experimenta cualquier ser humano a lo largo de su existencia vital viene reflejada en diversos testimonios y se desarrolla a lo largo de diversas manifestaciones concretas de esa especial y nueva ley natural. La experiencia de Auschwitz es paradigmática precisamente porque ensaya, como si fuera en un laboratorio, unas formas de hábito social y de ejercicio del poder completamente nuevas y desconocidas hasta entonces en la crónica humana. Así lo ve Agamben: “Al haber sido despojados [los] moradores [del campo] de cualquier condición política y reducidos íntegramente a nuda vida, el campo es también el más absoluto espacio biopolítico que se haya realizado nunca, en el que el poder no tiene frente a él más que la pura vida biológica sin mediación alguna”.[25] Levi acomete una reflexión similar cuando afirma: “Querría hacer considerar de qué manera el Lager ha sido, también y notoriamente, una gigantesca experiencia biológica y social”.[26]  Poco después relaciona esa experiencia con aquella anterior donde el ciudadano con derechos deja de serlo para convertirse en individuo segregado y marginado en el gueto, una “no-ciudad” que es la etapa anterior al campo: “...también nosotros nos cegamos con el poder y con el prestigio hasta olvidar nuestra fragilidad esencial: con el poder pactamos todos, de buena o mala gana, olvidando que todos estamos en el gueto, que el gueto está amurallado, que fuera del recinto están los señores de la muerte, que poco más allá espera el tren.” [27] El capítulo precisamente llamado Los hundidos y los salvados de Si esto es un hombre analiza la nueva lucha por la vida que se desarrolla dentro del campo: “aquí, la lucha por la supervivencia no tiene remisión porque cada uno está desesperadamente solo”, resumiéndose en la única ley que marca las relaciones del hombre con su realidad concentracionaria: “a quien tiene le será dado, a quien no tiene le será quitado.[28]

Este laboratorio de la nueva civilización desarrolló nuevos y variados experimentos, todos ellos marcados por el sufrimiento humano. Hablemos de algunos ejemplos.

El hambre es el estado natural del concentrado. Leer los testimonios de la experiencia del campo es palpar obsesivamente la preocupación del hombre por la comida, la lucha, incluso hasta la muerte, del ser humano en busca de alimento. El hambre no es una circunstancia, un accidente que experimenta el deportado; no, es algo más que todo eso, es precisamente lo que da sentido y ser al campo: “¿Pero cómo podría pensarse en no tener hambre? El Lager es el hambre: nosotros somos el hambre, un hambre viviente.” [29] La planificación alimenticia estaba pensada para mantener en sus mínimos vitales al esclavo, para sacar de él la mínima y necesaria energía prevista para el trabajo de unos pocos meses. Tras este agotamiento, el esclavo pasa a ser un cadáver y será repuesto con otro esclavo que viene en otro tren:

“Consumidas en dos o tres meses las reservas fisiológicas del organismo, la muerte por hambre o por enfermedades causadas por el hambre, era el destino habitual del prisionero.” [30]

 

La diferencia entre los condenados a morir y los privilegiados en la vida del campo está precisamente en las calorías, en los gramos de pan suplementario, en la mayor cantidad de sopa, en la posibilidad de disponer o de almacenar alguna rodaja de salchichón.

“Una masa envejecida, conducida a empellones hacia delante, de meta en meta: del pan a la fábrica, de la fábrica a la sopa, de la sopa al jergón.

A todas horas el peso del estómago vacío, las mandíbulas inmóviles, la pesadez de los huesos. Los dientes se mantienen blancos. Listo para engullir lo que le echen, el aparato se mantiene atado y tranquilo como las máquinas paradas. Sólo arrancará al morir”. [31]

 

Los testimonios son innumerables. El mendrugo convertido en emblema de vida y muerte. Esas migas de pan en la boca; esa prolongación de la masticación, con trocito de pan entre la lengua y el paladar, intentando absorber el máximo de energía del mismo; ese lamer la escudilla, extrayendo hasta la minúscula señal de producto orgánico; la búsqueda de los desperdicios de cocina para poder disponer de una dieta extra; la ingestión de galletas para perros como recurso para evitar la muerte y poder soportar las marchas agotadoras. Finalmente, la lucha despiadada e incluso el asesinato del padre para conseguir ese trozo de comida, asunto vital para sobrevivir [32]

El campo ha construido una nueva forma de esclavitud. A diferencia de aquella otra que hemos estudiado en la  historia antigua, ésta desarrollada por el régimen nazi se sustenta no tanto en la necesidad de mano de obra esclava para llevar a cabo determinados trabajos como en un proyecto social de creación de un mundo de señores y otro de esclavos. El esclavo del campo lo es para justificar la existencia de una raza de señores, para justificar el proyecto de una nueva civilización racialmente pura. Dice Levi:

 “El Lager no es un castigo; para nosotros no se prevé un término, y el Lager no es otra cosa que el género de existencia a nosotros asignado, sin límites de tiempo, en el seno del organismo social germánico.” [33]

 

El esclavo es el habitante del campo, para él está destinado ese recinto. Su función es producir lo que necesita el amo para proseguir su guerra. El amo es el SS que, con su mirada, selecciona la especie que será destinada al matadero y aquella otra que podrá todavía trabajar para Alemania:

“...con la conciencia tranquila, los SS recuperaban a sus verdaderos presos, aquéllos acerca de los cuales no se habían equivocado. Campesinos, empleados, estudiantes, camareros, etc. No sabíamos hacer nada; como los caballos, trabajaríamos afuera acarreando vigas, tablones, construyendo los barracones en los que el kommando se instalaría más tarde”. [34]

 

El esclavo es el häftling, el preso, o bien es un kazett, el individuo del kommando. El cronista, desde que ha llegado al campo, los ha visto primero en cuerpos ajenos; luego él formará parte de esa legión de infrahumanos, de esclavos. Todos responden al mismo molde, cortado según el manual de instrucciones del amo SS. Así los ven respectivamente Levi y Antelme:

“Nos oyen hablar en muchas lenguas diferentes que no comprenden y que suenan a sus oídos grotescas como voces de animales; nos ven innoblemente sometidos, sin pelo, sin honor y sin nombre, golpeados a diario, más abyectos cada día, y nunca descubren en nuestros ojos una chispa de rebeldía, de paz ni de fe. Nos saben ladrones e indignos de confianza, enfangados, andrajosos y hambrientos y, confundiendo el efecto con la causa, nos juzgan dignos de nuestra abyección. ¿Quién podría distinguir nuestras caras? Para ellos somos «Kazett», neutro singular.” [35]

 

“Los hombres a rayas van apareciendo sobre el suelo hasta el fondo del vagón: materia gris-azul-violeta, nebulosa en la débil mañana; las rayas siguen el movimiento del cuerpo, de los brazos, de las piernas encogidas; las rayas van hasta los pies y en los pies están esos gruesos zuecos con suelo de madera con caña de cartón amarillo y negro, nuevos, recibidos para la partida. Brillan. Las rayas son completamente nuevas, las suelas de los zapatos están todavía enteras, los cráneos, rapados una vez más ayer, están lisos, es una carga fresca, cada uno es un häftling (preso) modelo, preparado y conseguido. Todavía no tenemos barro en la ropa, aún no hemos recibido golpes desde que tenemos el traje. Un nuevo cautiverio acaba de empezar.” [36]

 

Es una producción con frecuencia irracional, sin sentido. Levi habla de que en su kommando de la Buna no se llegó a fabricar caucho. Antelme cita el trabajo innecesario de los deportados intentando montar carlingas para bombarderos que ya no se podrán utilizar en la guerra perdida. Da lo mismo. Lo importante es que el haftling trabaje, se agote, sufra físicamente como imaginamos sufrieron los antiguos esclavos:

“Cada uno tiene en su mente una actitud clásica del hombre esclavo. Una vez disueltos cualquier terror, cualquier angustia, he sentido esa actitud como mi propio caparazón. Me he puesto a describirme interiormente a mí mismo. Mis pensamientos desatados se atropellan, me repito los mismos jirones de frases, como un jadeo: «la cadena al hombro, agarrado al timón, la noche, la cabeza inclinada hacia el suelo, mis pies que veo escurrirse hacia atrás, mi sudor, mi sudor...» [37]

 

Es un lugar donde no existe el porqué. La experiencia sin preguntas, lo más terrible que le pueda ocurrir al ser humano. Es conocida la cita de Levi:

“...empujado por la sed le he echado la vista encima a un gran carámbano que había por fuera de una ventana al alcance de la mano. Abrí la ventana, arranqué el carámbano, pero inmediatamente se ha acercado un tipo alto y gordo que estaba dando vueltas afuera y me lo ha arrancado brutalmente.

¾ Warum?¾ le pregunté en mi pobre alemán.

¾Hier ist kein warum (aquí no hay ningún porqué) me ha contestado, echándome dentro de un empujón.

La explicación es sencilla, aunque revuelva el estómago; en este lugar está prohibido todo, no por ninguna razón oculta sino porque el campo se ha creado para ese propósito.” [38]

 

Precisamente el campo pretende deshumanizar a las personas a partir de extraerles su afán de conocimiento, de búsqueda, de preguntas. El campo es así para evitar que tú preguntes, que desarrolles tu propia conciencia. De ahí a la ausencia de razonamiento y de pensamiento va un paso. La figura que expresa esa especial categoría de habitante de lugar infernal tiene el unánime  nombre de musulmán. El término nos acerca al máximo deterioro físico y espiritual de la persona, a la ausencia completa de voluntad humana, a la exacta consunción del deseo de vivir. Levi condensa en pocas líneas la imagen del musulmán como el ser sin pensamiento, sin preguntas, como el resultado de lo que ha creado el Lager:

“...si pudiese encerrar a todo el mal de nuestro tiempo en una imagen, escogería esta imagen, que me resulta familiar: un hombre demacrado, con la cabeza inclinada, las espaldas encorvadas, en cuya cara y en cuyos ojos no se puede leer ni una huella de pensamiento.” [39]

 

Se han escrito numerosas reflexiones sobre el argumento del musulmán, del deportado que, llegado a los límites de la supervivencia física, ha perdido ya toda conexión o conciencia de la realidad que le rodea. No le importa ya nada ni la vida ni la muerte. Wiesel lo retrata de la siguiente manera:

“Akiba Drumer nos abandonó, víctima de la selección. En los últimos tiempos, vagaba entre nosotros, perdido, con los ojos vidriosos, comunicándole a cada uno su agotamiento: «No puedo más...Todo ha terminado...» Imposible levantarle el ánimo. No escuchaba lo que se le decía. No hacía más que repetir que todo había terminado para él, que no podía afrontar más esa lucha, que no tenía ya fuerzas ni fe. Sus ojos, vacíos de pronto, no eran más que dos llagas abiertas, dos pozos de terror.” [40]

 

Levi los llamó desde el primer momento musulmanes, seguramente porque así se les llamaría en Auschwitz y, ya lo hemos dicho, es término usual en toda la literatura del exterminio. El análisis que hace de esa categoría de prisionero viene a condensar la esencia de la destrucción física y moral del hombre como ser inquieto, interrogativo:

“Su vida es breve pero su número es desmesurado; son ellos, los Muselmänner, los hundidos, los cimientos del campo; ellos, la masa anónima, continuamente renovada y siempre idéntica, de no-hombres que marchan y trabajan en silencio, apagada en ellos la llama divina, demasiado vacíos ya para sufrir verdaderamente. Se duda en llamarlos vivos: se duda en llamar muerte a su muerte, ante la que no temen porque están demasiado cansados para comprenderla.” [41]

 

Comprender la vida para entender la muerte se constituyó en la razón filosófica y moral de nuestros clásicos, de tantos y tantos poetas y moralistas que nos han ayudado a afrontar el paso decisivo a partir de un modelo de vida. Tras Auschwitz, eso se acabó. El musulmán, el desecho de los desechos del campo, encarna la nueva “razón de civilización”, aquella donde los términos vida y muerte han dejado de ser preguntas para convertirse en sinsentidos: demasiado cansados para comprenderla.[42]

El campo es el lugar de la nada, de la inexistencia. Es significativo que tanto Levi como Wiesel reflexionen sobre esta misma expresión que vendría a marcar el alejamiento de la figura del campo de cualquier contacto con la realidad humana conocida. Es el autor de origen húngaro quien  ha reflexionado largamente sobre esta cuestión. Desde una óptica preocupada por lo religioso,  Wiesel plantea el asunto del campo como un paradigma religioso. Él mismo nos ha contado en las primeras páginas de su relato su estrecha relación desde adolescente con la religión judaica, con los misterios del Talmud y de la Cábala. La experiencia en primer lugar del gueto y después la de la deportación, marcarán el momento de la crisis religiosa, lo que él ha llamado el silencio de Dios y que se resume de forma sobresaliente en las conocidas líneas de su relato:

“Jamás olvidaré esas llamas que consumieron para siempre mi Fe.

Jamás olvidaré ese silencio nocturno que me quitó para siempre las ganas de vivir.

Jamás olvidaré esos instantes que asesinaron a mi Dios y a mi alma, y a mis sueños que adquirieron el rostro del desierto.

Jamás lo olvidaré, aunque me condenaran a vivir tanto como Dios. Jamás” [43]

 

Este es el silencio como la nada. A. Wieviorka ha comentado la matriz paradigmática de la temática del silencio en Wiesel. Según la historiadora francesa ese silencio se expresa como el silencio de Dios frente al mal, como el silencio de la muerte y, finalmente, como el silencio del lenguaje para dar cuenta del genocidio, lo cual supone subrayar el carácter indecible de esos hechos. [44]

Uno de los momentos cumbres en la experiencia del deportado es el desnudamiento, el afeitado del cabello de la cabeza y la adopción del uniforme de rayas. Ese conjunto de actos que van marcando la definitiva pérdida de cualquier rasgo de  personalidad, individualidad, humanidad en definitiva, lo describe Wiesel desde la perspectiva de que nada les quedaba ya, ni siquiera el instinto de conservación:

“En un último momento de lucidez me pareció que éramos almas malditas errantes en el mundo-de-la-nada, almas condenadas a errar a través de los espacios hasta el fin de las generaciones en busca de su redención, en busca del olvido, sin esperanza de encontrarlo.” [45]

 

6. El lugar del mal absoluto

“Pero había de venir un hombre cuya boca fuera como un horno y cuya lengua fuese una espada de devastación. El sabría la gramática del infierno y la enseñaría a otros. Él conocería las expresiones de la locura y el odio y las revestiría de la apariencia de la música.”

George Steiner,  El traslado de A.H. a San Cristóbal

 

El nuevo infierno donde el hombre pena y sufre es un lugar concebido como expresión de la lucha de unos contra otros. Antelme reflexiona sobre la experiencia de una sociedad concebida como un infierno, donde luchan hombres de la misma especie, unos por instaurar una legalidad, otros por evitar cualquier tipo de ella.[46] Desde una perspectiva similar, Primo Levi hace recuento de los diez días en los que, tras la marcha de los alemanes han logrado sobrevivir él y unos cientos de prisioneros enfermos. Lo que queda, nos dice, es “un mundo de muertos y de larvas. La última huella de civismo había desaparecido alrededor de nosotros y dentro de nosotros. La obra de bestialización de los alemanes triunfantes había sido perfeccionada por los alemanes derrotados”. [47] Wiesel ya previene lo que ocurrirá cuando los gendarmes húngaros les conminan a abandonar sus casas en el gueto, camino de la deportación: “Fueron nuestros primeros opresores. Eran el primer rostro del infierno y de la muerte” .[48]

El infierno tiene sus jerarquías, sus ángeles o demonios, los servidores de estos y los condenados. La referencia al SS o a determinadas figuras de técnicos del campo como el rostro de la figura demoníaca es motivo de permanente alusión en estos tres autores y, en general, en toda la literatura testimonial del exterminio. Levi ha convertido en pasaje antológico su relato de la entrevista con el Dr. Pannwitz, el examinador de química y del cual dependerá una mejoría o no del estado de vida del deportado. Quien está delante de él, examinándole, es un hombre aparentemente normal, es alto delgado, rubio; tiene los ojos, el pelo y la nariz como todos los alemanes deben tenerlos, y está sentado detrás de un complicado escritorio. La entrevista se desarrolla fríamente, puesto que se trata de captar y exponer los conocimientos de química. El testigo deportado sabe lo que se juega en esa entrevista, sabe que de ella depende más ración de sopa o no tener que pasar frío trabajando fuera de los barracones. Es el momento en que el examinador mira a aquello que tiene delante:

Cuando hubo terminado de escribir, levantó los ojos y me miró.

Desde aquel día he pensado en el Doctor Pannwitz muchas veces y de muchas maneras. Me he preguntado cuál sería su funcionamiento íntimo de hombre; cómo llenaría su tiempo fuera de la Polimerización y de la conciencia indogermánica; sobre todo, cuando he vuelto a ser hombre libre, he deseado encontrarlo otra vez, y no ya por venganza sino sólo por mi curiosidad frente al alma humana.

Porque aquella mirada no se cruzó entre dos hombres; y si yo supiese explicar a fondo la naturaleza de aquella mirada, intercambiada como a través de la pared de vidrio de un acuario entre dos seres que viven en medios diferentes, habría explicado también la esencia de la gran locura de la tercera Alemania.” [49]

 

Pero, sin duda, la representación del ángel de la muerte, la encarnación del mal en el campo recae en el SS. Es muy significativo que la mayoría de los relatos que testimonian el paso por el campo no contengan casi ningún diálogo entre un deportado y un SS. Éste era el poder en su grado absoluto y, en consecuencia, inaccesible al tacto, a la mirada y a la palabra del infrahombre, del esclavo. Veamos algunos ejemplos.

El joven Elie acaba de llegar al campo de Auschwitz. Ha atravesado por todas las fases del recién llegado: la selección, el desnudamiento, el corte de cabellos, el despiojamiento, el vestuario uniforme. Están otros cientos como él en un barracón cerrado, quietos, en pie, esperando no se sabe qué. Se producen algunos murmullos en ese tiempo de desconcierto:

De pronto el silencio se hizo más profundo. Había entrado un oficial SS y con él el olor del ángel de la muerte. Teníamos la mirada fija en sus labios carnosos [...] Un hombre alto, de unos treinta años, con el crimen inscrito en la frente y las pupilas. Nos observaba como a una banda de perros leprosos aferrándose a la vida. [50]

 

Cuando el joven militante antifascista Robert Antelme  fue deportado al campo de Buchenwald enseguida conoció las reglas que dominaban ese campo de la muerte. Tuvo que escuchar las lecciones de veteranos que le advirtieron de que sólo sobrevivirían los fuertes y disciplinados como ellos mismos lo eran hasta entonces. Pronto fue convocado a la Plaza de Recuento donde conocerá a los amos de esas reglas, a los ángeles de ese infierno, los SS:

Después de pasar revista, los SS vuelven a contar con el lagerschutz. Entonces el lagerschutz se va. Solamente se quedan los SS. Están tranquilos, no vociferan. Andan a lo largo de la columna. Los Dioses. Ni un solo botón de sus chaquetas, ni una sola uña de sus dedos que no sea un pedazo de sol. El SS quema. Somos la peste para el SS. No podemos acercarnos a él, no podemos posar nuestros ojos sobre él. Quema, ciega, pulveriza.

 

En Buchenwald, durante el recuento, lo esperábamos durante horas. Miles de tipos de pie. Después lo anunciaban: «¡Que llega! ¡Que llega!» Aún estaba lejos. Entonces, ya no ser nada, sobre todo no ser otra cosa que uno más entre los otros mil. «¡Que llega!» Todavía no está aquí, pero vacía el aire, lo enrarece, lo absorbe a distancia. Nada más que unos miles, que no haya aquí nada, nadie, solamente los cuadrados de a mil. Aquí está. Aún no lo hemos visto. Aparece. Solo. Cualquier rostro, cualquiera, pero es un SS, el SS. Los ojos ven un rostro cualquiera. Al hombre. Al Dios con jeta de reenganchado. Pasa ante los miles. Ha pasado. Desierto. Ya no está aquí. El mundo se repuebla.[51]

7. El lugar de la muerte

Conocemos el infierno nazi por los testimonios transmitidos por aquellos que lograron sobrevivir. Algunos de ellos nos han contado cómo en unos casos el azar y en otros la agudeza los salvó de morir. Sin embargo una parte muy importante no tuvo ni ocasión de pensar  ni momento para prepararse a morir porque, simplemente, no sabían que iban a  morir. Los cientos de miles o millones de judíos húngaros, polacos, rumanos o griegos que fueron alojados primero en guetos y, luego, en el plazo de horas, trasladados en trenes a los centros de exterminio, nunca pudieron comprender con certeza que iban camino de la muerte. El internado que llegará a vivir un tiempo en el campo podrá incluso saber la naturaleza del humo que sale de una chimenea o el olor que invade el campo; es consciente de que la muerte está ahí presente y que en cualquier momento le puede tocar a él. Sin embargo, el anónimo deportado que no llega a pasar la selección establecida en el andén de la estación del campo sólo sabe que le han separado de sus conocidos o familiares. Cuando inicia el camino a pie hacia un lugar extraño, posiblemente sólo en el último instante conocerá que ese lugar es una cámara de gas y que él va a morir allí y en ese momento. Él es sin duda el verdadero testigo de lo que fue aquello, pero su testimonio nunca nos llegará. Otros, los que rondaron la muerte, aquellos que vieron insinuarse su rostro, nos han escrito su experiencia.

 

La selección significa el momento y el método para salvarse o condenarse. Ya sabemos cómo funcionaba el mecanismo: a la llegada del tren al andén, se abrían sus puertas y hacían descender a los viajeros deportados. De forma organizada iban pasando ante uno o varios SS que, con un gesto, les indicaban un lado, izquierda o derecha: vivir un tiempo más o ir directamente a la cámara de gas o al tiro en la nuca.

En menos de diez minutos todos los que éramos hombres útiles estuvimos reunidos en un grupo. Lo que fue de los demás, de las mujeres, de los niños, de los viejos, no pudimos saberlo ni entonces ni después: la noche se los tragó, pura y simplemente. [...] sabemos que en los campos de Buna-Monowitz y Birkenau no entraron, de nuestro convoy, más que noventa y siete hombres y veintinueve mujeres y que de todos los demás, que eran más de quinientos, ninguno estaba vivo dos días más tarde. [52]

 

De todos los momentos decisivos que constituyen el relato testimonial del exterminio, éste de la primera selección es el que supone para el lector un estadio de angustia y sufrimiento emocional mayor. El momento de la llegada al campo, en tren, supone para el testigo-narrador el de la iniciación a la nueva vida que le espera; para otros, para el que no lo va a poder contar, supone lisa y llanamente el momento final, la consumación de todo. Un simple gesto del guardián acaba de segar su derecho a la vida. La cita en que Wiesel cuenta aquellos minutos vitales nos acerca sin duda al ser humano que ha pasado por tal experiencia:

Un suboficial SS vino a nuestro encuentro, cachiporra en mano, y ordenó:

¾Los hombres a la izquierda. Las mujeres a la derecha.

Cuatro palabras dichas tranquilamente, indiferentemente, sin emoción. Cuatro palabras simples, breves. Sin embargo era el momento en que me separaría de mi madre. No había tenido tiempo de pensar, cuando ya sentí la presión de la mano de mi padre: quedamos solos. En una fracción de segundo, pude ver a mi madre, a mis hermanas, ir hacia la derecha. Tzipora estrechaba la mano de mamá. Las vi alejarse; mi madre acariciaba los cabellos rubios de mi hermana como para protegerla, y yo continuaba andando con mi padre, con los hombres. Y no sabía que en ese lugar, en ese instante, me separaba de mi madre y de Tzipora para siempre. [53]

 

Wiesel tenía doce años ese día. El recuerdo lo puso en pie años después, cuando ya Wiesel es un hombre maduro, pasado por la prueba límite del campo,  pero el fragmento no deja de tener la honda emoción que expresa un momento tan trascendental.

La muerte es asunto presente en todos los instantes de la existencia del campo. Toda la literatura testimonial rezuma este tema. Son incontables los momentos en que la muerte ronda sobre los testigos. Un veterano del campo le dice al recién llegado Antelme: Tenéis que saber de una vez que estáis aquí para morir.[54] Wiesel rotula el campo como lugar de la muerte: Una inscripción: «¡Atención! Peligro de muerte» Qué burla: ¿Había aquí un solo sitio en que no se estuviera en peligro de muerte? [55]

Hay instantes en que la presencia de la muerte alcanza su punto álgido. La última parte de la obra de Levi, dedicada a los diez días que los enfermos del campo pasaron abandonados, esperando la llegada de la vanguardia soviética, es un impecable ejercicio de defensa ante la potencia de la parca. Con un frío bajo cero, malcomiendo cáscaras de patatas, calentándose con una pequeña estufa conseguida tras la huida de los SS, asistiendo a la muerte de sus camaradas, uno tras otro, trasladando sus cadáveres para evitar las infecciones, el relato de Levi alcanza la categoría de épica humana. Estamos ante el mayor ejercicio humano, el de la solidaridad con los demás ante la muerte. El testigo, a pesar de haber visto durante los meses anteriores el rostro de ese trance, tiene la grandeza moral necesaria como para asistir respetuoso al fallecimiento de un hombre: Nunca he comprendido como entonces lo trabajosa que es la muerte de un hombre. [56]

Wiesel condensa sus reflexiones sobre el ser humano y la muerte en la parte final de su relato, aquella donde se narran los terribles días de marcha y de transporte en tren desde Auschwitz hasta Buchenwald durante los meses de enero y febrero de 1945. Las agotadoras caminatas por las carreteras heladas, los descansos al final de cada día, asistiendo a las agonías de aquellos amigos y compañeros que no pueden ni quieren continuar; las horas y días metidos en un vagón de tren, congelados y hambrientos, asistiendo a la lucha humana por el pan; y finalmente, asistir a la propia muerte del padre. [57]

La muerte está en el lugar, el lugar está hecho para la muerte. Pero la muerte está en el tiempo. Esta última frase la escribe Antelme y ejemplifica de forma certera el sistema establecido. Todo está organizado de forma que el deportado dure el tiempo necesario para ser sustituido por otro que trabaje más fuerte que él. Sólo unos pocos sobrevivirán. La mayoría está condenada a morir en un plazo relativamente breve: Militar aquí es luchar razonablemente contra la muerte. [...] Aquí la tentación no consiste en gozar sino en vivir...[58] La muerte ha dejado de ser el tránsito al paraíso para convertirse en el mal absoluto. Por eso, sobrevivir se convierte en un imperativo. Ésta será la lucha permanente de los dos contrarios: el campo tiene una ley, matar; el habitante del campo tiene un único y absoluto objetivo, sobrevivir. Sobre esa dialéctica se construye el relato testimonial del exterminio.

Una nueva historia humana ha comenzado. Modernos elementos de la materia narrativa han sido creados. Uno de ellos plantea la historia del hombre inevitablemente destinado a ser ceniza. Así lo traza el testimonio en el que Antelme establece su reflexión sobre la muerte a partir de la conmemoración del viernes santo en el interior del kommando donde está deportado. Un grupo de compañeros se han reunido tras el trabajo en la fábrica. Unos son cristianos, creyentes, otros no, pero dialogan sobre la efemérides:

Bella historia la del superhombre, sepultada bajo las toneladas de cenizas de Auschwitz. Le habían permitido tener una historia.

Hablaba de amor, y lo amaban. Los cabellos sobre los pies, los perfumes, el discípulo al que él amaba, la faz enjugada...

Aquí no entregan los muertos a sus madres, matan a las madres con ellos, se comen su pan, arrancan el oro de sus bocas para comer más pan, hacen jabón con sus cuerpos. O bien emplean su piel para las pantallas de las lámparas de las hembras de los SS.

Ninguna huella de clavos en las pantallas, solamente tatuajes artísticos.

«Padre mío, por qué me has....»

Alaridos de los niños a los que asfixian. Silencio de las cenizas esparcidas sobre una llanura. [59]

 

 

NOTAS



[1] Hanna Arendt, Essays in Understanding  (citado por G. Agamben, Lo que queda de Auschwitz, pág. 73)

[2] Gunter Grass, Escribir después de Auschwitz, Barcelona, Paidos, 1999, pág. 12.

[3] G. Agamben, Medios sin fin. Notas sobre política, Valencia, Pre-Textos, 2001, pág. 37.

[4] Para la redacción de este artículo he contado con la ayuda inestimable de Trinidad Durán, colega en las clases de lengua y literatura y amable crítica de estas reflexiones.

[5] Francisco Ayala, “El paisaje y la invención de la realidad”, en Paisaje, juego y multilingüismo. Actas del X Simposio de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada. Edición de Darío Villanueva y Fernando Cabo Aseguinolaza. Universidad de Santiago de Compostela, 1996, 2 vols., pág. 23.

[6] Claudio Guillén, “El hombre invisible. Paisaje y literatura en el siglo XIX”, en Paisaje, juego y multilingüismo. Ibídem, pág. 69.

[7] Claudio Guillén, Ibídem, pág.78.

[8] En el ya citado Paisaje, juego y multilingüismo. Actas del X Simposio de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada, se pueden consultar comunicaciones acerca de diversos aspectos del tema tratado. Me he fijado especialmente en las siguientes: Dolores Romero López, “la reescritura del tópico: locus amoenus inventio urbis est”; Mª Soledad Arredondo, “Paisajes narrativos en los siglos XVI y XVII: del lugar ameno a la selva urbana”; Juan Emilio Estil.Les Farré, “Cuadro y tableau: la terminología moderna del paisaje literario”.

[9] Pedro M. Piñero (ed.), Descensus ad Inferos. La aventura de ultratumba de los héroes (de Homero a Goethe), Sevilla, Universidad, 1995,  pág. 8.

[10] Ibídem, pág. 9. Para el análisis del mito clásico del descenso al infierno o viaje al Más Allá véase en la citada obra los siguientes estudios: Máximo Brioso Sánchez, El concepto del Más Allá entre los griegos; Bartolomé Segura, Descensus ad Inferos; Mundo Romano; Manuel Carrera Díaz, Dante y el viaje a los mundos de ultratumba.

[11] Sobre el episodio quijotesco de la cueva de Montesinos citar bibliografía sería ingenuo cuando no presuntuoso. He consultado los trabajos de Carlos García Gual, Viaje al Más Allá en algunos relatos novelescos medievales; Juan Manuel Cacho Blecua, La cueva en los libros de caballerías: la experiencia de los límites; Jean Canavaggio, Don Quijote baja a los abismos infernales: la cueva de Montesinos. Para acercarse al tema en Shakespeare véase el trabajo de Francisco García Tortosa, El infierno en las tragedias de Shakespeare. Todo ello en Piñero, Pedro M. op.cit.

[12] G. Agamben, op.cit. pág. 38.

[13] E. Kogon, op.cit., pág. 75.

[14] R. Hilberg, La destruction des Juifs d’Europe, Gallimard, 1985, pág. 775.

[15] Testimonio del superviviente Rudolf Vrba, en C. Lanzmann, Shoah, págs. 212-213.

[16] P. Levi, Si esto es un hombre, pág. 162.

[17] E. Wiesel, La noche, págs. 102-111.

[18] R. Hilberg, op. cit... págs. 846-850. A. Wieviorka, Déportation et génocide. Entre la mémoire et l’oubli., Plon, 1992, pág. 485. P. Levi dedica precisamente el último capítulo de su conocida obra a los diez días que permaneció en Auschwitz, junto con algunos miles de enfermos, tras la retirada alemana y esperando la entrada de los soldados soviéticos.

[19] A. Wieviorka, op. cit.., pág, 183. R. Hilberg, op. cit..., pág. 761.

[20] En A. Wieviorka, Op. cit..., pág. 185

[21] P. Levi Si esto es un hombre, pág. 17.

[22] Elie Wiesel, La noche, págs. 33 y 36.

[23] Z. Bauman, Modernidad y Holocausto, Madrid, Sequitur, 1997, pág. 37.

[24] Testimonio del testigo Yehiel Dinour, alias Dinenberg, alias KaTzetnik («detenido» en el argot de los campos de concentración) en Wieviorka A., L’ère du témoin, Plon, 1998, pág. 109.

[25] G. Agamben, Medios sin fin, pág. 40.

[26] P. Levi, Si esto es un hombre, págs. 93.

[27] P. Levi, Los hundidos y los salvados, pág. 60.

[28]  P. Levi, Si esto es un hombre, págs. 94-95.

[29] P. Levi, Si esto es un hombre, pág. 79.

[30]  P. Levi, Los hundidos y los salvados, pág. 36.

[31] R. Antelme, La especie humana, pág. 89.

[32] E. Wiesel, La noche, pág. 99-100.

[33] P. Levi, Si esto es un hombre, pág, 89.

[34] R. Antelme, La especie humana, pág. 42.

[35] P. Levi, Si esto es un hombre, pág. 128.

[36] R. Antelme, La especie humana, pág. 30.

[37] R. Antelme, La especie humana, págs. 248-249.

[38] P. Levi, Si esto es un hombre, pág, 31.

[39] P. Levi, Si esto es un hombre, pág, 96.

[40] E. Wiesel, La noche, pág. 79.

[41] P. Levi, Si esto es un hombre, pág. 96.

[42] Me remito a lo escrito por G. Agamben en Lo que queda de Auschwitz, capítulo 2, El”musulman.

[43] E. Wiesel, La noche, pág. 44

[44] A. Wieviorka, L’ère du témoin, pág. 62.

[45] E. Wiesel, La noche, pág. 46.

[46] R. Antelme, La especie humana, pág. 10.

[47] P. Levi, Si esto es un hombre, pág. 179.

[48] E. Wiesel, La noche, pág. 31.

[49] P. Levi, Si esto es un hombre, págs. 112-113.

[50] E. Wiesel, La noche., pág. 48.

[51] R. Antelme, La especie humana, págs. 25-26

[52] P. Levi, Si esto es un hombre, pág. 20.

[53] E. Wiesel, La noche, pág. 40.

[54] R. Antelme, La especie humana, pág. 19.

[55] E. Wiesel, La noche, pág. 49

[56] P. Levi, Si esto es un hombre, pág. 178

[57] E. Wiesel, La noche, págs. 88-108.

[58] R. Antelme, La especie humana, pág. 44.

[59] R. Antelme, La especie humana, págs. 193-194.