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La historia del Dalai Lama a 60 años del exilio

Hace 60 años, el Dalai Lama, líder espiritual del budismo, huyó junto con sus seguidores de su palacio en Lhasa, la capital del Tíbet, para exiliarse en la India, lo recorremos para encontrarnos con los únicos testigos vivos del hito histórico.
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Ángel López Soto

Hace 60 años, el Dalai Lama, líder espiritual del budismo, huyó junto con sus seguidores de su palacio en Lhasa, la capital del Tíbet, para exiliarse en la India, así comienza la historia de exilio del Dalai Lama. Una odisea que hoy decidimos recorrer para encontrarnos con los únicos testigos vivos del hito histórico, quienes no sabían que nunca más podrían regresar a lo que fue su hogar.

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El anciano Thupten sujeta con orgullo la taza de té. No es una taza cualquiera. La fabricó él mismo. Se sostiene sobre una peana de plata repujada y conserva siempre brillante la porcelana de la que está elaborada. No la utiliza nunca. No puede. Este traste, como cuenta, solamente puede ser utilizado por Jamphel Ngawang Lobsang Yeshe Tenzin Gyatso (santo señor, gentil gloria, habla poderosa, compasivo, defensor de la fe, océano de sabiduría), su nombre religioso completo. Es decir, por el Dalai Lama.

Ángel López Soto

A él, sueña con poder ofrecerle té en ella si sus caminos se vuelven a cruzar. Como sucedió hace 60 años. Entonces, Thupten era un adolescente que vivía en Tawang, India, en el estado de Arunachal Pradesh, en las estribaciones del Himalaya. Ni siquiera sabía quién era aquel joven de 23 años de edad que ocupaba esa habitación vigilada continuamente y a la que no podía acceder casi nadie, pero él debía mantener la luz encendida y el fuego vivo. Todavía hoy recuerda cómo el joven le hablaba y le sonreía. También que no le entendía porque lo hacía en tibetano y él no lo domina. Aún tardaría en comprender que ese chico era el líder espiritual y político del pueblo tibetano y la decimocuarta reencarnación del Dalai Lama. Un hombre que acababa entonces de abandonar su país natal después de un peligroso recorrido de dos semanas por el sur del Tíbet. Un hombre que tenía poco tiempo de haber cruzado la frontera con la India para recibir allí asilo político. Un exiliado que jamás ha podido regresar junto a los suyos y que, probablemente, nunca logrará hacerlo.

El 31 de marzo de 1959, el Dalai Lama pisó el suelo del Tíbet por última vez. Su tierra. El lugar donde 20 años antes, en 1939, con cuatro de edad, fue entronizado como Dalai Lama, como Buda viviente. Aquel día de marzo, a las dos de la tarde, cruzó a India. Aún dice hoy, cuando en julio cumplirá los 84 años, cada día más cerca de su final, que no descarta volver. Que si se produce un cambio de actitud del gobierno chino, que invadió el Tíbet en 1950 y desde entonces, lo asimiló a su país, regresará. Que los tibetanos lo esperan allí y que también millones de chinos budistas quieren que vuelva y que él desea hacerlo. Lleva décadas proclamando lo mismo. Las mismas que lleva también esperando ese gesto positivo de Beijing que no se produce.

AQUEL DÍA DE MARZO, como contaría él años después, cruzó la frontera con un “aturdimiento, mezcla de enfermedad, agotamiento y de una infelicidad más profunda de la que puedo expresar”. Dos semanas antes, había abandonado Lhasa. Luego de nueve años de ocupación china, el 10 de marzo se desataron en la capital tibetana una serie de protestas que desembocaron en una rebelión armada contra los invasores. El ejército chino sitió la ciudad y desplegó a sus soldados frente a los templos y los palacios. En el de Norbulingka, Tenzin Gyatso tenía su residencia de verano. De aquel palacio se marchó siete días después, la noche del 17 del mismo mes, vestido como un soldado, imitando los ademanes de los soldados y sin sus gafas puestas para evitar ser reconocido. Comenzaba así un viaje que aún no sabía cómo terminaría. La idea inicial no era salir del país. Sólo alejarse de la capital y dirigirse al suroeste del Tíbet. Desde un lugar seguro podría negociar con Beijing y evitar que Lhasa fuera bombardeada. Ese era el plan. Pero a los pocos días de viaje, empezaron a escuchar las noticias que llegaban de la ciudad.

Ángel López Soto

Apenas 48 horas más tarde de haberse marchado, el ejército había atacado. China bombardeó con morteros los palacios y prendió fuego a las casas. Había masacrado a centenares de personas. Medio palacio de Norbulingka fue hundido y entre los cadáveres, los soldados chinos se esforzaban por encontrar el cuerpo sin vida del Dalai Lama. No les importaba que estuviera allí. Querían que así fuera. Cuando no hallaron su cadáver, descubrieron que había huido antes del ataque. Entonces, cambió todo. No quedaba otra salida que el exilio. Tratar de llegar a India. Caminar durante dos semanas por montañas entre nieve y tormentas que escarchaban los bigotes de sus compañeros de travesía y que les obligaban a taparse los ojos con trozos de tela o las trenzas del pelo. “Tiempo después reflexioné y asumí que a partir de ese momento, era inevitable que dejara el país. No había nada más que pudiera hacer por mi gente si me hubiese quedado y los chinos, finalmente, me hubieran capturado. Sólo podía exiliarme”, escribió Gyatso. Todavía no sabía tampoco que aquella huida acaparaba ya titulares en los periódicos de todo el mundo. Ellos simplemente caminaban dejando atrás el Tíbet, temiendo que los detectaran y soñando con llegar vivos a la India.

Arunachal Pradesh sigue siendo hoy el mismo estado tan frío como caliente que era cuando el Dalai Lama llegó escoltado por soldados, monjes y campesinos. Frío porque aquí se encoge poco a poco el Himalaya tras haber crecido por encima de los 8,000 metros, pero mantiene alturas superiores a los 4,000, como el paso de Sela, y aldeas que crecen sobre sus nieves. Como Tawang, el pueblo más grande, donde se encuentra uno de los monasterios más importantes del budismo tibetano y donde desde hace décadas, hay un asentamiento tibetano. Allí se quedó Sonam Norbu, quien tiene hoy 82 años y que durante días guió al Dalai Lama en su huida. Como él, nos platica, tampoco ha podido regresar nunca al Tíbet. Un estado que reverdece y donde corre el agua y crecen los plantíos según se desciende, trazando la misma ruta que realizó el monje caminando y a caballo hace ahora seis décadas hasta llegar a Tezpur, donde se subió en un tren que lo llevaría primero a Delhi y semanas más tarde a Dharamsala, de nuevo al norte del país, donde vive desde entonces junto a más de 150,000 tibetanos exiliados. Una región en la que se construyen hoy pequeños templos y altares en aquellos lugares que visitó el líder tibetano y donde sobreviven apostadas a ambos lados de la carretera decenas de familias que se dedican al mantenimiento de esa vía que es la única forma de comunicación y vida, que existen con el resto del país.

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PERO TAMBIÉN CALIENTE porque este es un estado en conflicto crónico. Sobre todo, la región limítrofe con Bután y Tíbet que ambos países aún reclaman hoy y por la que durante todo el siglo XX hubo una guerra fría latente entre las dos potencias nucleares y tres conflictos militares abiertos en las décadas de los 60 y 80. Hace dos años, de hecho, se produjo el último enfrentamiento, con tropas desplegadas a ambos lados de la frontera y dos meses de tensión militar y amenazas que se resolvieron diplomáticamente. Aquella primavera, otro evento que espoleó la disputa, el Dalai Lama había regresado a la zona, invitado por la India, provocando la ira de China.

En la ciudad de Guwahati, se produjo uno de los momentos más emotivos del viaje. “Mirándote a la cara, me doy cuenta de que debo de ser muy viejo también”, le dijo Gyatso a Nrender Chandra Das, dos años menor que él. Chandra Das es el último guardia fronterizo vivo de la patrulla que lo acompañó en sus primeros días de exilio. Aún conserva su uniforme. Con él posa para nosotros. El vestuario del batallón Assam Rifles, una de las unidades paramilitares más famosas y antiguas de la India. El mismo que llevaba con 21 años cuando fue enviado a la frontera con otros siete compañeros de filas para proteger a ese monje que huía de su país. “No había vuelto a verlo desde aquella vez. Que me reconociera y su abrazo después de tanto tiempo fue un momento muy emocionante para mí”, nos confiesa.

Durante esas dos semanas de ruta, durante aquellos primeros días de exilio, el Dalai Lama descubrió, como contaría después, la realidad detrás del proverbio tibetano que recuerda que el dolor existe para medir el placer. La herida abierta por su huida se veía equilibrada por el recibimiento en el país que lo acogía y la nueva vida que empezaba a hacer. Pero tras 60 años, y 30 ya desde que en 1989 le concedieron el premio Nobel de la Paz, el futuro sigue siendo tan oscuro como lo era el día que dejó el Tíbet.

Ángel López Soto

HACE 10 AÑOS, cuando se cumplían 50 años de aquella huida, viajé a Dharamsala para reunirme con él. Allí, en su residencia, el venerado monje, el maravilloso relaciones públicas, el afable anciano de sonrisa inasequible, me confesaba que aún no sabía si volvería a reencarnarse de nuevo. Ese era y continúa siendo su gran dilema. Si decide hacerlo, el mundo, probablemente, se encontraría con dos Dalai Lama: uno nacido en el exilio y otro en el Tíbet, seleccionado por el gobierno chino y controlado por él. Consciente del dilema, Tenzin Gyatso pareciese hoy partidario de que con él terminen cinco siglos de Dalai Lamas. Pero sabe también que los suyos no quieren eso y que no puede hacerlo. Que los tibetanos no conciben, como me dijeron los monjes en India durante mi viaje y como hicieron también otros monjes durante otro viaje que realicé a Lhasa, que el Dalai Lama “es su sol” y que no saben “vivir sin sol”. De ahí que aún sueñe con ese gesto reclamado a Beijing. Con un cambio radical de la política china que le permitiera regresar al Tíbet, a Lhasa, a casa, donde el gobierno chino ha prohibido ahora provisionalmente, cuando se cumple este aniversario tan simbólico y en previsión de que pueda haber protestas y de que no se desea que trasciendan, la visita de turistas extranjeros, periodistas y diplomáticos. Y hacerlo con la garantía de saber que podría morir en calma y reencarnarse por decimoquinta vez donde siempre han nacido los Dalai Lama. Donde él lo hizo, como cuentan sus biografías, en un pueblecito pobre, región de Amdo, en 1935, mientras un arcoíris rozaba su cabaña, sin derramar una lágrima y con los ojos abiertos como platos. Porque hoy, de momento, sólo sabe que si regresa caminando de nuevo, deshaciendo aquella ruta que nunca hubiera querido recorrer, en Tawang tendrá una taza de té caliente esperándolo.

Desde entonces han pasado 60 años de esta historia de exilio del Dalai Lama.

Ángel López Soto

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