Dirac y la antimateria

La existencia de la antimateria fue conjeturada por el físico y matemático inglés Paul Dirac (1902-1984), antes de que ningún experimento físico hiciera sospechar siquiera que tan rara cosa conviviera con nosotros en el universo.

Paul Dirac

Dirac, uno de los padres de la mecánica cuántica, fue un convencido pitagórico y platónico; uno de los pilares sobre los que Dirac sustentaba su filosofía de la física es una frase que bien pudo tomar directamente de Pitágoras: «Toda ley física debe tener belleza matemática». Y otro es toda una loa a la irrazonable eficacia de las matemáticas para explicar la naturaleza: «El matemático juega un juego cuyas reglas ha inventado él mismo, mientras que el físico juega un juego en el que las reglas las determina la naturaleza; sin embargo, a medida que transcurre el tiempo, se hace cada vez más evidente q ue las reglas que el matemático ha encontrado interesantes son las mismas que la naturaleza ha elegido».

En 1928 propuso una ecuación para explicar el comportamiento relativista del electrón (esto es, cuando se mueve a velocidades comparables a las de la luz y la célebre ecuación de ondas de Schrödinger no rige). Una de las características de la ecuación de Dirac es que presenta una hermosa simetría, un rasgo de belleza matemática muy del gusto de quien la propuso. Esta simetría tiene, sin embargo, una inquietante consecuencia: implica la existencia de una partícula «simétrica» al electrón, una partícula con su misma masa, portando la misma cantidad de carga eléctrica ―positiva, en este caso― y dotada de energía ¡negativa!, de manera que cada vez que un electrón se encuentra con su partícula «simétrica» ambas se destruyen en un mini aquelarre: sus cuerpos desaparecen convertidos en un soplo de energía.

Dirac dejó escrita una frase que a uno no deja de producirle mucha simpatía y admiración: «Una buena parte de mi trabajo consiste en jugar con ecuaciones y escuchar lo que me dicen». Y Dirac fue consecuente con lo que decía su ecuación, de manera que profetizó la existencia de antimateria: no porque hubiera olfateado su olor, o visto su color, ni porque hubiera escuchado cómo suena al ser golpeada con un gong, ni tampoco porque hubiera acariciado la suavidad o sufrido la aspereza de su tacto o apreciado su sabor agrio o dulce. No fueron los sentidos de Dirac los que le llevaron a decir que la antimateria existía, sino un proceso mental que tuvo como guía una ecuación matemática. Una ecuación que es insípida, inodora y desaborida para los sentidos como sólo sabe serlo una ecuación matemática, pero que, por lo mismo, es para un cerebro adecuadamente adiestrado todo un prodigio de aromas, sabores, colores, melodías y caricias.

Su ecuación contó a Dirac que en algún lugar del universo tenía que haber anti-electrones. Aunque eso era tan revolucionario que Dirac tardó en creérselo, y buscó durante un tiempo otras explicaciones menos drásticas. Pero, al no encontrarlas, acabó confiando en la irrazonable capacidad de las matemáticas para explicar la naturaleza y, en 1931, más o menos dos años después de haber propuesto su ecuación, repitió en voz alta la espectacular profecía que había escuchado de los labios de su ecuación. Lo hizo con las debidas cautelas; las propias, por otro lado, que cabía esperar de una persona de su carácter.

Y el mundo no tuvo que esperar mucho para ver confirmada la predicción de Dirac.

Carl Anderson

Desde que Henri Becquerel descubriera la radiactividad en 1896, se había iniciado una búsqueda de fuentes radiactivas en la naturaleza. Se descubrió que, sorprendentemente, las radiaciones eran ubicuas y que aumentaban en la atmósfera con la altura ―aumento reflejado por detectores situados en globos―. En los primeros años de la década de 1910, no hubo más remedio que concluir que buena parte de ellas no tenía origen terrestre sino cósmico: nos venían de fuera. Se intensificó entonces el estudio de esos rayos cósmicos intentado dilucidar su naturaleza, lo que significa indagar sobre qué tipo de partículas los componen. Uno de los laboratorios que más esfuerzos dedicó a este estudio era propiedad del Instituto Tecnológico de California; allí se afanaba Carl Anderson (1905―1991), un aprendiz de brujo que, usando poderosos imanes, filtros de plomo y cámaras de niebla, logró fotografiar en agosto de 1932 la trayectoria de unas partículas presentes en los rayos cósmicos: eran idénticas en todo a las que dejan los electrones, pero presentaban una curvatura inversa respecto a la de estos, lo que delataba una carga positiva. A este habitante extraterrestre recién descubierto se lo bautizó como positrón; después se supo que ya había dejado huellas detectadas por otros científicos que no supieron ver en ellas a la nueva partícula.

Y el positrón resultó ser la antipartícula protagonista de la profecía que Dirac le había escuchado a su ecuación.

Ese fue el primer trocito descubierto de antimateria, después, en 1955, se descubrió en Berkeley el antiprotón y, un año después, el antineutrón, y en 1965 científicos soviéticos descubrieron el antideuterio: la primera partícula compleja hecha de antimateria; y en 1978 en el CERN de Ginebra se creó antitritio, y en 1996 nueve átomos completos de antihidrógeno…

Dirac recibió el premio Nobel de Física en 1933 por sus contribuciones a las ecuaciones fundamentales de la mecánica cuántica, mientras que Anderson lo recibió en 1936 por el descubrimiento del positrón.

Referencias

A.J. Durán, Pasiones, piojos, dioses… y matemáticas, Destino, Barcelona, 2009.

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