Rompí la promesa

Al final, rompí la promesa.

En los últimos meses se rompieron tantas ganas, proyectos y futuro que no sabía si seguía teniendo vigencia.

Y después de todo (o más bien, después de nada) las palabras perdieron su valor.

Perdí la cuenta de las semanas que llevo barriendo los pedazos rotos. No pude levantarlos. Todavía me pesan. Siguen allí apilados en un rincón de este aguantadero en el que se convirtió mi cuerpo.

¿Esperando qué?

Para ser sincera, no deseo el pasaje de vuelta. Y, sin embargo, no estoy cómoda en esta estación.

Pero, volviendo a mi confesión, rompí la promesa.

Hace tiempo descarté el enojo y la decepción.
Hace tiempo descarté esta distancia que se acumula y los días que se me siguen materializando de la nada o, mejor dicho, de sopetón porque la cabeza suele ser bastante jodida.

Más bien, tiene que ver con una necesidad muy mía, esa de devolverme la parte que te cedí luego de abrirte la puerta.

No es un reproche. Es una forma de amigarme con todo eso que se rompió pero, sobre todo, conmigo misma.

Es cierto, opté por ignorar la promesa y… el nudo se desenredó.

Tengo serias contradicciones con eso de que “la gente no cambia”.

Y es que todo cambió. Me uní a esa ola violenta de transmutación sin poder evitarlo.

Me veo distinta; me siento distinta. Rompí la promesa y derrumbé, a la vez, el muro que me mantenía tan alejada de esa que me gustaba ser.

De esa que aprendo a conocer y con la que regresé a convivir aunque ya no esté atada a ninguna promesa.

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