Menu



Cristiano de hoy

La irrupción de Dios en nuestras vidas
Meditación. La respuesta al llamado


Por: P. Carlos M. Buela | Fuente: Catholic.net



Una de las cosas de las que los hombres no quieren darse cuenta es cómo Dios interviene poderosamente en la historia de los hombres. ¡Tantas personas a las que pareciera que Dios les molesta y que, por tanto, no les importa darse cuenta de esa realidad! Pero Dios es Dios y Él es grande, y Él interviene en la historia de los hombres a pesar de que sean tantos los que no lo perciben.

Hay también un problema que –por estar uno mezclado en el asunto– no llega a darse cuenta, porque "nadie es buen juez en su propia causa". Y por eso puede llegar a darse que nos olvidemos de cómo Dios irrumpe en nuestra vida personal, de una manera insoslayable. Es el caso de cuando Cristo irrumpe en la historia personal de Pedro, Andrés, Santiago y Juan, llamándoles a seguirle. Pero bastaría recordar cómo, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, Dios irrumpió en la historia de tantos personajes. Por ejemplo, en la historia personal de Abraham, «nuestro padre en la fe»: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y serás tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Gn 12, 1-3).

Dios irrumpe en la historia personal de Moisés: «Cuando vio Yahveh que Moisés se acercaba para mirar, le llamó de en medio de la zarza, diciendo: "¡Moisés, Moisés!" El respondió: "Heme aquí". Y añadió: "Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. (...) Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos. (...) Ahora, pues, ve; yo te envío a Faraón, para que saques a mi pueblo, los israelitas, de Egipto". Dijo Moisés a Dios: "¿Quién soy yo para ir a Faraón y sacar de Egipto a los israelitas?" Respondió: "Yo estaré contigo..."» (cf. Ex 3, 4-12).

Dios irrumpe en la historia personal de todos los profetas del Antiguo Testamento, en la vida de los grandes Profetas Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel –los llamados "Profetas Mayores"–, y en la vida de los profetas menores, como Jonás, Amós, Joel... Baste como ejemplo, la intervención de Dios en la vida del profeta Jeremías que le hace exclamar: «Tú me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir» (20, 7).

Pero no sólo los profetas y los grandes del Antiguo Testamento fueron llamados. ¡Cuántos lo fueron en el Nuevo Testamento! Los Apóstoles fueron llamados, los primeros discípulos fueron llamados, y a través de los siglos, una multitud de hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos son llamados por Dios a la salvación eterna, son llamados a la santidad, son llamados a participar de la bienaventuranza eterna. Pero hay un llamado muy especial, una vocación del todo particular, que es el caso de nosotros, que somos llamados para ser sacerdotes del Altísimo. «Y nadie se arroga tal dignidad –la del sacerdocio– sino el llamado por Dios, como lo fue Aarón» (Hb 5, 4), enseña San Pablo. Y esto es aplicable tanto al sacerdocio ministerial como al sacerdocio común de los fieles: todos son llamados. Pero en el caso del sacerdocio ministerial, nuestra llamada es distinta de la llamada de los sacerdotes del Antiguo Testamento. Aquel sacerdocio era de tipo carnal, pues era hereditario, y entonces, era algo que se transmitía de padres a hijos. En cambio, en el Nuevo Testamento, el sacerdocio no es hereditario. En el Nuevo Testamento como Cristo trajo la «ley de la libertad», esa ley nueva que consiste principalmente en la gracia del Espíritu Santo, el sacerdocio no puede ser hereditario sino que los que son llamados a participar del mismo, son llamados libremente y libre debe ser la respuesta: debe ser llamado «como Aarón» (Cf. Hb 5, 4).

¿Y por qué Dios elige a éste sí y a éste no? ¡Andá a pregúntale a Dios! Así es una estupidez decir: «Este va perseverar porque tenía inclinación desde chiquito y entró al Seminario Menor», como he escuchado decir. Es cierto que son muchísimos los casos que son llamados desde muy pequeños. Yo recuerdo que le pregunté al padre Meinvielle específicamente: «Padre, ¿desde cuando tiene Ud. vocación?», y me respondió: «Dss... desde siempre». Pero no es la llamada en temprana edad la que da la perseverancia en la vocación. Quien piense que la vocación es algo natural, que le viene por cierta inclinación connatural a lo religioso, es un tonto, no va a perseverar. Quien tiene el deseo de consagrarse a Dios, debe saber, como enseña Santo Tomás de Aquino, que la vocación es algo que excede la naturaleza humana: es una intervención de Dios en la historia personal de cada uno de los que son llamados.

Dios interviene en la historia de los hombres, por tanto, Dios interviene en mi vida. Eso es algo –repito– que excede las fuerzas de la naturaleza humana. Y por eso añade Santo Tomás que «eso es obra de Dios que conduce por caminos rectos». Luego, cuando ya se ha dado el paso de seguir el llamado de la vocación, los que tienen que mirar son los superiores: a ver si hay idoneidad, si hay rectitud de intención, etc. Pero no le compete a ellos dar la vocación sino juzgar si realmente existe.

En el Evangelio vemos a Pedro y Andrés, a Santiago y a Juan, en las playas de Cafarnaúm, a orillas del Mar de Galilea, donde hoy hay descubrimientos arqueológicos extraordinarios. En 1976, el padre Vigilio Corbo descubrió una Iglesia bizantina que comenzó a construirse hacia finales del siglo IV (d. C.) y fue terminada poco después de mediados del siglo V (d. C.), y bajo ella una casa del siglo primero convertida en Iglesia: ¡nada menos que la casa de San Pedro, donde tantas veces se albergó Nuestro Señor Jesucristo!. Pues bien: allí, en esa costa, Jesucristo les dijo estas palabras a Pedro y Andrés: «Seguidme y yo os haré pescadores de hombres» (Mt 4, 19; Mc 1, 17). Los llamó a una "vocación" particular como también nos ha llamado a nosotros. Y esta vocación es algo tan espiritual y sobrenatural, de ninguna manera falsificable por los hombres, que exige dos cosas que muy difícilmente llegan a comprender nuestros familiares. Son dos elementos que generalmente no suelen comprender algunos. ¿Cuáles son esas dos cosas que nos exige la vocación?

1º. Prontitud.

Si Dios llama, el hombre debe responder, y por eso la respuesta debe ser pronta. Como aparece dos veces en la llamada a los Apóstoles: «Y ellos al instante, dejando las redes, le siguieron» (Mt 4, 20); «Y ellos al instante, dejando la barca y a su padre, le siguieron» (Mt 4, 22). Lo siguieron inmediatamente, con prontitud, «sin consultar a la carne ni a la sangre», como aparece en la llamada del Apóstol San Pablo: «cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre...» (Gal 1, 15-16). El gran San Ambrosio, cuando glosa en su Comentario a Lucas la ida de María Santísima a la casa de Santa Isabel, al explicar por qué «se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá» (Lc 1, 39), tiene una hermosa expresión aplicable a la gracia de la vocación: «la gracia del Espíritu Santo es una gracia presurosa».

Por eso, hay que darse cuenta de que Dios irrumpe en nuestra historia y por eso mismo la respuesta debe ser con prontitud. Es nada menos que Dios quien está llamando. Y esto vale no sólo para entrar al Seminario, es decir, para dar el primer paso en concreto en el seguimiento del llamado, sino que la prontitud es una cosa de todos los días. El llamado al servicio de Dios continúa cada día, y por ello exige rapidez y prontitud en el servicio del Señor. ¿Por qué vienen las crisis vocacionales? Porque se deja de percibir y de darse cuenta que Dios irrumpe de manera personal en la propia historia y que esa respuesta ha de tener una respuesta pronta porque es Dios el que llama.

2. Abandono de todas las cosas que no son Dios.

Generalmente Dios elige lo más inservible. ¡Miren sino...! Siempre se sigue cumpliendo lo del Apóstol San Pablo: «¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios» (1Co 1, 26-29).

No deja de cumplirse lo del padre Nicolás Mascardi, mártir jesuita en nuestra Patagonia: «Dios elige los instrumentos más viles –nosotros– para que más luzca el poder de la divina mano». ¡Para que más brille el poder de Dios! Pues bien, ese llamado requiere de mi parte el abandono de todas las cosas, como hicieron los Apóstoles: «Y ellos al instante, dejando las redes, le siguieron» (Mt 4, 20); y a continuación: «Caminando adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan, que estaban en la barca con su padre Zebedeo arreglando sus redes; y los llamó. Y ellos al instante, dejando la barca y a su padre, le siguieron» (Mt 4, 21-22). Aquí están expresadas los dos elementos: la prontitud en la respuesta y el abandono de todas las cosas. San Lucas expresa la entrega total: «Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, le siguieron» (Lc 5, 11).

Podría uno opinar: «¿qué es lo que dejaron? ¡Apenas unas redes, que estarían podridas...!» Pero no es eso lo importante. ¿Qué es lo que importa? Lo que importa es la disposición espiritual: ¡Dios llama...! Hijito, ¡quemá todo!

Ese es el gran trabajo. No es solamente el gran trabajo de dejar las cosas, sino el trabajo de tener siempre la disposición de abandonarlo todo, ¡todo!, absolutamente todo por Dios. Por eso yo pienso que en cada vocación hay como un «desgarrón místico». Sería algo para estudiar mejor, pero pienso que hay elementos místicos en el abandonar la familia, el trabajo, los amigos, las costumbres, ¡el barrio!, la patria, la inclinación natural a formar una familia, los propios hijos... por seguir a Cristo. Y ese «desgarrón» puede que continúe durante toda la vida; cuando uno se encuentra cosas que son cosas a las que uno a renunciado, pero uno se las encuentra... Y si el sacerdote no presta atención, el diablo podría llevarlo hasta la pérdida del sacerdocio. No la pérdida del sacerdocio en cuanto tal, que imprime carácter y por tanto es un sacramento imborrable, pero si la pérdida del ejercicio del ministerio, como tantos casos que se ven en nuestros días.

Por eso, puesto que estamos inmersos en ese misterio, el misterio de la vocación, sabiendo que la iniciativa ha sido Él, debemos corresponder al mismo con prontitud y abandonando todas las cosas que Él nos pida. Ese llamado exige rapidez, prontitud de respuesta y de generosidad.

Termino con esto: ¿Dónde podemos ver de un modo espléndido este misterio del llamado de Dios? ¡En la Misa!, en la Misa que es una cosa de locos..., si se me permite la expresión, ya que allí Cristo actualiza la locura de amor de su sacrificio en la cruz. ¿Y por qué se ve el misterio de la vocación en la Santa Misa? Principalmente porque en la Misa se hace presente la Iglesia una, santa, católica, apostólica. La Iglesia es la «Convocada», la «Llamada» por excelencia. En la Misa se da esa llamada de Dios que nos ha llamado a participar del sacrificio de Cristo en la cruz. Aquí trabaja de una manera del todo particular el Espíritu Santo con cada uno de nosotros. Debemos aprender nosotros a escuchar este llamado y a saber responder con prontitud y generosidad, y aprenderlo en la Misa por mediación de María.


 







Compartir en Google+




Reportar anuncio inapropiado |