Para que un “algo” —sea lo que fuere— pueda ser considerado un objeto artístico, es necesario que éste pase por un proceso de desautomatización. Sin importar el contexto o el discurso que un trabajo artístico tenga detrás de sí, ese ejercicio en el que nuestra mente activa una pequeña alarma diciéndonos “esto no va aquí y sin embargo se ve bien” es lo que en teoría debería ayudarnos a diferenciar el trabajo de un artista de algo producido en serie para su comercialización.
A partir de esto podemos decir que ni Andy Warhol, Salvador Dalí, Yayoi Kusama, Banksy, Jeff Koons, Keith Haring o Shepard Fairey son los grandes genios del arte, su intención de ganar dinero o prestigio a partir de una innecesaria reproducción en serie de sus obras los ha alejado incluso de la figura del artista, acercándose más a la del artesano. Pero eso no nos atañe por el momento, lo que en realidad queremos saber es quién es el último genio del arte.
No faltará quien asegure que los genios se quedaron en el Renacimiento, aunque esa visión posiblemente sólo se centre en cuestiones de técnica y forma, porque, siendo sinceros, ¿es que en realidad hay alguien que en nuestros días se sienta verdaderamente conmovido por el arte sacro? Ni siquiera los mensajes ocultos en el trabajo de Da Vinci o las peleas e insultos que Miguel Ángel enviaba al Papa Julio II a través de sus pinturas pueden generarnos ese sentimiento.
Recurrir a la crítica para despejar esa incógnita y obtener por fin el nombre que estamos buscando será sin duda alguna otro asunto inútil. En una realidad en la que ni siquiera Avelina Lésper, heroína de mucho gracias a sus lapidarias sentencias, sería capaz de ofrecernos a su candidato —aunque en ocasiones menciona a Lucian Freud sólo para contradecirse de inmediato— definitivo para ocupar tan preciado nicho, es mejor que comencemos a darnos por vencidos y a aceptar lo inevitable.
La figura del maestro, erudito o el ídolo con una trayectoria impecable es un tópico tan rancio como seguir elogiando a todas las Fridas, Diegos, Caravaggios, Orozcos, Goyas, Siqueiros, KAWS, Brainwash. Yoko Onos, Damian Hirst, Picassos, Schieles, Van Goghs, Kokoshkas. Munchs, Klimts, Munchs, Carringtons, Gaugins, Kittelsens. Renoirs, Cézannes, Monets, Varos o cualquier otra personalidad que sirva de referente para las nuevas generaciones de presuntos amos de la técnica y el discurso.
En lugar de buscar un genio en cualquier artista que se cruce frente a los ojos del espectador, es mejor preguntarse si dicha posición en realidad es válida, sobre todo en una disciplina que se mueve a través de la constante búsqueda de la transgresión del “todo”. Creer en los genios es confiar en la existencia de un canon que, a partir de su consolidación como una figura de referencia, no necesita la desautomatización de los objetos, de modo que ese carácter transgresor propio de un artista quedará desplazado por un culto a la figura. Después de esto, lo único que nos queda por hacer es despejar la incógnita para revelar por fin que el último —si no es que el único— gran genio del arte: